[:pb]Con la incorporación social y política de las masas largo tiempo ignoradas, el movimiento creado por Perón, capaz de integrar derecha e izquierda, desbordó la formalidad partidaria para marcar un antes y después en la cultura
Pablo Mendelevich para La Nacion
En la tarde del 23 de julio de 2003, Néstor Kirchner, sentado en el Salón Oval de la Casa Blanca, puso su mano derecha sobre la rodilla del presidente de los Estados Unidos. Según se supo más tarde, fue un gesto premeditado, hasta ensayado, para producir una foto que neutralizara cualquier interpretación de sometimiento al Tío Sam. George W. Bush y Kirchner se acababan de conocer. Esclavo de la cuadratura anglosajona, Bush quiso averiguar si su invitado, que llevaba menos de dos meses gobernando la Argentina, era de derecha o de izquierda. Kirchner respondió sin titubear. Para él -para millones de compañeros suyos-, ésa era una pregunta fácil. Con tono de réplica despachó las palabras de rigor, acolchadas con una risa cómplice de esas que buscan subrayar sobrentendidos: “Yo soy peronista”.
Tal vez Bush no tenía presente en ese momento la increíble cantidad de estudios académicos que hubo y sigue habiendo en las universidades de su país consagrados a entender el peronismo, tanto de autores argentinos como norteamericanos. Le bastaba con recordar que un amigo de la familia, el presidente peronista de la década anterior, había llegado al poder con patillas, poncho riojano, discurso contestatario e iracundia nacionalista para devenir, después de afeitarse, abanderado del neoliberalismo.
La ambigüedad ideológica del peronismo fue un sello de identidad desde siempre. En la Argentina recordar esto es casi tan innecesario como avisar que el dulce de leche viene espeso. Joseph Page, catedrático de la Universidad de Georgetown, dice en su excelente biografía de dos tomos que Perón creó una clase muy particularmente argentina de populismo autoritario que abrazaba ambos extremos del espectro político. En el epílogo, Page, quien dedicó veinte años a investigar el tema, menciona los elementos desagradables de la personalidad de Perón: el cinismo, el total desprecio por la verdad, la falta de principios, el egoísmo, la irresponsabilidad, su inclinación por avalar la violencia, su costumbre de deformar la verdad hasta hacerla irreconocible y su rechazo de la responsabilidad por sus propias acciones. Pero concluye: “A su favor cuenta con el haber legitimado las aspiraciones de millones de argentinos que con anterioridad habían estado excluidos de la vida cívica. Le dio a la clase obrera una conciencia de su propio valor y un sentido de cohesión; a los pobres les hizo llegar el beneficio de la asistencia social y permitió que las mujeres percibieran en los roles que él asignó a su segunda y tercera esposas nuevas posibilidades de realización personal. En este último ítem se alejó visiblemente del enraizado machismo de sus compatriotas”. Page también elogia la visión de Perón sobre la unidad latinoamericana y dice que su percepción política era muy anticipada a su época.
Un palabra para cada uno
Precisamente como coronel, cuando movía los piolines de la Revolución del 43, Perón se prefiguraba la posguerra (esperaba una tercera mundial), mientras alertaba a sus pares sobre la necesidad de prevenir los desórdenes sociales mediante un Estado fuerte que interviniera en la sociedad y en la economía -son palabras del historiador Luis Alberto Romero- y que a la vez asegurara la autarquía económica. Hablaba con los militares y con los sindicalistas, con los radicales y con los dirigentes de las sociedades de fomento. A cada uno le decía lo que cada uno quería escuchar. Con los empresarios meneaba la amenaza de las masas empujadas hacia el comunismo. Frente a los dirigentes obreros, el enemigo era el capitalismo foráneo y el objetivo, la justicia social.
El proceso de politización de la clase obrera salió a la luz con fuerza arrolladora el 17 de octubre de 1945, piedra basal del peronismo bautizada por la liturgia como Día de la Lealtad, un curioso detenimiento en la idealización de los lazos facciosos, en el valor ritual de ser leal, antes que en lo ocurrido ese día, el del ingreso de las masas ignoradas en la historia.
El peronismo, que junto a los soldados de Perón tendría conducción, cuadros, táctica y estrategia, comando superior y sobre todo, disciplina vertical, es decir, la impronta militar del líder, nació refractario a los partidos políticos. Perón los asociaba con la vieja partidocracia apelotonada en la Unión Democrática. En el marco de la prosperidad de posguerra, las Fuerzas Armadas, que veían una continuidad de la Revolución del 43, y los sindicatos, alineados detrás del modelo del Estado paternalista, fueron los dos pilares del régimen originario.
El movimientismo, que estuvo privilegiado desde el primer día, le abrió las puertas a la idea de que quien no estaba en el movimiento con las mayorías era un traidor a la Patria. La formalidad partidaria sólo fue útil para ganar elecciones cada dos años, un apego intermitente a la legalidad que los modos peronistas desafiarían, incluso, en los bordes del sistema. La prosa encrespada describía a los adversarios como antinacionales, cipayos, el contubernio oligárquicocomunista, la sinarquía, los contreras, el enemigo. Esa concepción de la política resplandeció en los años 70, durante el tercer gobierno peronista -en rigor, cuatro presidentes sucesivos: Cámpora, Lastiri, Perón, Isabel, que no lograron deshacerse de la violencia que en gran parte era de la marca propia, quizá porque procuraban apagar el incendio con nafta-.
La muerte del general, el 1° de julio de 1974, trajo peores noticias. Hay que decirlo: aunque para el peronismo del siglo XXI impregnado con la prédica de los derechos humanos resulta indigerible, el terrorismo de Estado fue un desarrollo del peronismo. Sin dudas el peor. A partir del 24 de marzo de 1976, lo que hicieron los militares fue industrializarlo, convertirlo en un sistema planificado. Regenteada durante el gobierno de Isabel por López Rega, la Triple A no hacía otra cosa que secuestrar y asesinar adversarios de manera, podría decirse sólo por contraste, artesanal, categoría chirriante con la cifra de 600 desaparecidos que, se estima, hubo durante el gobierno de Isabel.
A menudo la historiografía del peronismo presenta la estadística de las víctimas encabezada en número por militantes propios para probar cuál fue el sector político más perseguido y acreditarle heroísmo. Una verdad incompleta. El peronismo fue enorme víctima pero también fue victimario. Tuvo decenas de miles de caídos y practicó el terrorismo desde el Estado ya en la gran cumbre inspiradora de la violencia que fue la Masacre de Ezeiza, el 20 de junio de 1973, durante el gobierno de Cámpora.
Ezeiza resultó la quintaesencia de la interna con sangre. Interna con votos el peronismo sólo tuvo una en setenta años: la de 1988 entre Menem y Cafiero. Perón enseñó que se obedece al conductor, máxima que sigue vigente aunque el puesto hoy esté vacante por temporada de metamorfosis. Década tras década el peronismo se transfigura. Populista, autoritario, con tendencia a erigirse en partido único, entre sus constantes principales sobresale la pendularidad.
Ahora el cristinismo residual, desagüe de la última versión hegemónica, se dice perseguido por virtuoso, por haber extendido derechos. La portación de ideas antagónicas sufrió un descenso a portación de bolsos con dólares termosellados en la trasnoche, pero la lógica victimológica sigue siendo modelo 45.
La comunidad organizada
Ni la institucionalidad ni el Estado de derecho fueron valores importantes para el general, quien prefería hablar de comunidad organizada. Tampoco para sus discípulos. Por la fuerte incidencia del movimiento septuagenario (“en la Argentina somos todos peronistas”, bromeaba el general), esta concepción, que viene de Rosas, marcó a todo el sistema político, caracterizado desde la academia por su anomia.
En el origen la institucionalidad fue recortada en nombre de lo que se llamó revolución peronista, cuya cancelación Perón notificó luego del atroz bombardeo de Plaza de Mayo, terrorismo ciego, como si ante la violencia contraria resignara su propia desmesura. “La revolución peronista -dijo el 15 de julio de 1955, un mes después del bombardeo- ha finalizado; comienza ahora una nueva etapa que es de carácter constitucional, sin revoluciones, porque el estado permanente de un país no puede ser la revolución? yo dejo de ser el jefe de una revolución para pasar a ser el presidente de todos los argentinos, amigo o adversarios.”
En los años cuarenta y en los cincuenta, bajo la verba revolucionaria, la oposición era desacreditada, esmerilada a diario, no porque fuera robusta sino para que no creciera. Aquel primer peronismo, creador del mayor aparato propagandístico del Estado antes del de los Kirchner, era más despiadado. Tenía mano militar, como lo demostró la Sección Especial de la policía o el propio Perón al meter preso al diputado Ricardo Balbín, jefe de la bancada radical, por desacato.
Al mismo tiempo, la Argentina feliz para una clase obrera que por primera vez accedía a los beneficios sociales marcaba a fuego a varias generaciones con un efecto multiplicador hereditario. La redistribución del ingreso a favor de los trabajadores expandía el consumo y contribuía a sostener una política de pleno empleo. Se financiaba con la reserva de divisas acumulada durante la guerra. “El peronismo -dice Alain Rouquié en Poder militar y sociedad política en la Argentina- echó las bases de una balbuciente industria pesada y aceleró el desarrollo de la industria liviana, pero su política económica contribuyó a aumentar la vulnerabilidad externa del país. La Argentina de Perón no era ?económicamente libre’, su modelo de crecimiento seguía dependiendo ?del ganado y de las mieses’ que en la belle époque habían hecho la prosperidad del Río de la Plata.”
El pensamiento estatista de Perón, no muy alejado de lo que ocurría después de 1945 en los países centrales, junto con la autarquía económica y la idea de impulsar una burguesía nacional, funcionó en los tiempos de la abundancia, pero se agotó hacia 1951 o 1952, cuando asomaron las dificultades macroeconómicas y encima hubo severas sequías. El peronismo logró una felicidad memorable para sectores que nunca antes habían tenido una oportunidad, pero no consiguió cristalizar reformas estructurales duraderas, tampoco político institucionales. Su sonora reforma constitucional de 1949 fue a parar al museo: ni siquiera el propio peronismo intentó reponerla cuando volvió al poder. De lo que no hay ninguna duda es del legado cultural, sobre todo la sensibilidad social, mal demostrada en términos de resultados, con un país que conserva a un tercio de la población bajo la línea de pobreza.[:]